Esta es mi historia.
Todo comenzó como algo pequeño. Desde
que era niña fui muy delicada, cuando la presión me sobrepasaba
terminaba en cama, pero todo empeoró conforme fui creciendo. Poco a
poco los miedos se volvieron parte de mi vida, estaban junto a mí,
dormían conmigo y la ansiedad que sentía por la decepción, por la
vergüenza también fue en aumento, como una represa; fue llenándose
poco a poco hasta que no pudo contener más y entonces se rompió
dejando salir todo de golpe, vertiginosamente.
No podía dormir.
No podía comer.
No podía hablar con nadie.
No podía salir sin sentir que mi mundo
se tambaleaba, que todo se volvía un asunto de vida o muerte.
Dejé de asistir a la escuela, me alejé
de mis amigos, mi familia e incluso terminé con mi novio. No salía
de mi habitación, sintiendo un vacío, una frustración, llena de
miedo y avergonzada de mi misma. Cada que intentaba salir, tenía que
volver a casa presa de un ataque de pánico. No podía ir más allá
de mi casa.
La angustia mantenía mi garganta
cerrada. Tragar saliva era una tortura, respirar, incluso vivir.
Pasaron 5 meses, 6 meses, casi un año
completo.
Yo simplemente quería estar a salvo,
en ese pequeño espacio de 20 metros por 20 metros. Quería volverme
invisible poco a poco hasta que por fin, desapareciera.
A pesar de mi apatía, mi firme
convicción de no pedir o aceptar ayuda, sabía que no podía seguir.
Fue una proeza que pudiera ir al médico, la verdad no fue algo que
saliera bien pero al final logré quedarme en el lugar, el tiempo
suficiente para que me revisaran. Contestando pregunta tras pregunta,
hablándole de mis síntomas, la frecuencia. Todo lo que había
sucedido en esos últimos días.
Las horas dentro de la pequeña
habitación de la consulta, se hicieron eternas y para cuando todo
terminó, apenas podía controlar las palpitaciones, obligándome a
tragar saliva espesa que me daba arcadas.
El diagnostico tardó un poco en
llegar, pero cuando lo hizo fue contundente. Moviendo mi mundo de
diferentes formas.
Fobia Social. Trastornos de ansiedad.
Ataques de Pánico. Agorafobia.
Las palabras se sucedieron una tras
otra y yo era incapaz de entender, de escuchar, el psiquiatra al que
me enviaron no dejaba de hablar. Su voz era como una especie de
lejano que taladraba mis oídos. Me hundí más en mi asiento.
La sensación de ser un fenómeno
aumento de una manera drástica. No importaba lo mucho que el doctor intentara hacerme creer
que lo que me pasaba no debía avergonzarme, que era una enfermedad
como cualquier otra, pero ¿Cómo podía ser normal que mi cerebro
perdiera el control sobre sí mismo y me hiciera creer que iba a
morir cada que salía de mi casa?
Era bizarro. Patético.
Tomé mi tiempo para pensarlo antes de
comenzar con el tratamiento. Medicamentos y terapia cognitivo
conductual.
El primer paso que tuve que afrontar
fue aceptar que este problema existía, que era mío, que estaba
terminando con mi independencia, mi estilo de vida.
No fue algo fácil. Me costó demasiado
aceptar que tenía un trastorno mental. Nadie quiere reconocer que es
anormal o que es débil pero al final, logré hacerlo. No era mi
culpa lo que me sucedía, yo no estaba fingiendo lo que sentía,
estaba enferma...solo que de una manera muy distinta.
El tratamiento es lento, pesado, pero
lo que más duele es que no importa cuánto me esfuerce, la gente a
mi alrededor sigue negando el problema. Simplemente, no pueden
creerlo. Mi familia se avergüenza de mí y no admiten abiertamente
lo que me pasa ni a amigos o a conocidos. Mi mamá espera que me
despierte en la mañana, salga de la casa como si nada y retome las
riendas de mi vida en ese momento, hacer como que nada ha pasado pero
es imposible.
Las cosas no funcionan así.
Negar que vivo con esto. Negar que debo
seguir luchando con esta enfermedad, es como negar que existo. Para
ellos soy invisible. La mancha de una familia aparentemente
impecable.
Y si no existo, ¿para qué seguir
esforzándome?
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